martes, 23 de septiembre de 2025

Apuntes veraniegos


El sol cae a plomo desde la inmensidad vacía. El páramo, golpeado por los rayos de pedernal hirviente, se deshace, como si las piedras se derritieran.  Caminos de polvo cernido como una harina casi líquida y, cuando se pisa, vaporosa.

Matas y hierbas resecas. Crujen y se resquebrajan bajo las botas como tizones frágiles. No queda nada verde, ni jugoso. La sequía nos ofrece las carcasas de una vegetación mineral.

Los azotacristos, abremanos y cardos borriqueros son de terracota hiriente y quebradiza.

El suelo arcilloso, donde durmió el agua, se abre en unas grietas tan anchas y tan hondas que podría tragarte por los pies.

Un fuego invisible y furioso punza las mejillas y los párpados. El aire arde y te ciega.

En el monte, a los robles y a las carrascas se les han torrado muchas de sus hojas y se retuercen, como si sufrieran, antes de desprenderse. Los pinares, a punto de que broten las llamas, son pasto de la sierra de las chicharras y de las mandíbulas de las orugas que les chupan la sangre y les dejan pardas las acículas. Y después el silencio.

Bajo el mediodía canicular tu cuerpo se licúa en un sudor salino y caústico. Hay un dolor físico que no viene sólo del ardor propio, sino que asciende desde el pozo y el rio que se van secando, de la vegetación consumida, de la tierra atormentada.


Un cielo blanquecino como las rocas que sangran la cal de sus entrañas. Silencio sin aves, sin insectos, sin viento. Silencio ardiente que amenaza con estallar por los aires hundiendo la bóveda de azul desvaído. Silencio tórrido y seco. Silencio.

El pueblo, como muerto, yace en el hondo, casi desapercibido, escondido entre cerros y vallejos marchitos. Te aproximas bajando desde las cimas áridas y calladas. Llegas a un poblado de zarrapastrosas chabolas de palos y chapas en el que vive, apretada y presa, una muchedumbre de perros de caza mayor.

Ante ellas, el silencio se rompe de repente a tu paso. Una explosión de tremendos ladridos estalla y desgarra la gasa del espacio. Los animales, enloquecidos, saltan furiosos contra las alambreras. Las golpean con sus zarpas y sus testas de fauces abiertas. Un incendio sonoro de gargantas rasgadas y materiales de chatarrero. Una algarabía infernal de músicas descompuestas para un coro de fieras.

Y ya lejos, aún se agita con enojo el aire acuchillado.

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Y vas en busca del alivio del manantial y del sosiego de la huerta.

Brota un tallo de cristal, fresco y luminoso, del caño de la fuente, que canta y llora al salir a la luz. Lo quiebras y recoges en el cuenco de tus manos unidas y, mientras bebes, reconfortas, a través de tu cuerpo, a todos los campos y a los seres sedientos que, hiriéndote, te entraron por tu piel y tus ojos. El agua clara y fría te unge y reaviva las mejillas y los labios y te recorre el pecho y la espalda en un estremecimiento placentero. El agua te cubre como un tejido sutil y trasparente, como un lienzo de luces y brillos refrescantes.

Acaricias la felpa de los musgos, la seda de las algas en el borde de la alberca, a donde acuden a bañarse los gorriones y a pasearse, contoneándose y cimbreando su larga cola, las pajarillas de las nieves. Aspiras el aroma de la menta y el trébol que el agua nutre. Te empapas de sombra espesa bajo la alta sarga.

Te renuevas en las corrientes sonoras y sedantes del rio y las acequias, en el agua carnal de los bordaños, en la frescura de la huerta regada. Bajo el amparo perfumado del nogal y la higuera absorbes el ácido dulzor de las ciruelas, la leche, miel y sangre  de las brevas.  

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Rastrojos de oro apagado, campos de girasol de oro encendido. Son los girasoles en su plenitud floral, una alucinación verdedorada en los campos resecos. Un ejército de infantes bien formado, de rostros rotundos y aureolados como soles, siempre expectantes frente al sol naciente, girasol y giracielo en llamas.

Veranos en esta tierra alta y alejada del mar. Tierra de la solaná y del sanocheo: mañanas frescas, neblinosas, mediodías calcinantes, trasnochadas a la fresca en el poyo de piedra. Es la noche en verano un bálsamo para la piel herida. Noches de luna llena como días de sol amortiguado, noches llenas de luz en blanco y negro, días-noche en que la luna es un sol fantasmal, templado curandero de las llagas del fuego.

Veranos de la infancia, de zambullidas en la laguna con el hedor a cieno y sal de yeso, de la pena inconsolable de los niños ahogados, de los amaneceres olorosos a la mies de la era y atardeceres a la esencia de espliego, del sabor a sandía refrescada en el pozo. Y el frescor milenario, heredado en la sangre, del zaguán de los pueblos antiguos. Verano del corral compartido por abuelas y nidos.  Días de chicharras, de golondrinas acróbatas entre las patas de las caballerías y las ruedas del carro, de vencejos vocingleros en torno al campanario. Noches de grillos, morciguillos y gallinicas ciegas.

Y aquel verano único, lejano y asombroso, que no perdió el verdor de primavera y enlazó, desafiando dioses, con el verdor de otoño. ¿Qué fue aquello? ¿Un verano de ensueño o un sueño de verano?

Fuente: losojos.es

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