Os dejamos un artículo de lo que es ser un niño "sin pueblo", la libertad y las sensaciones que vivirán vuestros hijos, el sentimiento de pertenencia a "la tierra" son impagables, así que esperamos que no dejeis a vuestros hijos "sin pueblo" y que acudais de vez en cuando a Torrejoncillo, los recuerdos y amigos que harán los recordarán para siempre, y es la única manera de que nuestro pueblo siga vivo.
Ayer escuché "operación salida"
y un turbulento sentimiento se agitó dentro de mí. No, no se trata de
la nostalgia por los inacabables veranos en el pueblo, despilfarrando
ese tiempo libre que de adulto administro con la precisión de un
obsesivo ahorrador. Para mí, esas imágenes de filas de coches dando la
espalda al kilómetro cero siempre representaron todo lo contrario.
Mientras todos mis amigos se marchaban a sus pueblos, yo, un urbanita
sin lugar donde ir cuando sonaba la alarma del colegio cada viernes, se
quedaba irremediablemente solo en la ciudad vacía. Con un
poco de suerte, quizá podía encontrar a otro niño de esa extraña estirpe
y convertirnos en los guardianes de la ciudad dormitorio, los únicos
habitantes vivos de un escenario postapocalíptico para niños sin raíces.
"¿De
dónde eres?", me preguntaban. "De Móstoles", me veía obligado a
responder. "No, ¿de dónde eres de verdad?". Tenían razón. Nadie es de
Móstoles
Pero los niños son envidiosos, y mi sensación
de haber sido traicionado comenzó a transformarse en un infantil
resquemor. De acuerdo, tenía un pequeño pueblo en Canarias por parte de
padre, pero por evidentes razones logísticas uno no podía coger el
Citroën BX y plantarse al otro lado del mar en tres horas. ¿Por qué
ellos tenían un lugar donde ir los fines de semana y yo no? ¿Qué extraña
razón hacía que hubiese niños con Pueblo y niños sin Pueblo, y
por qué yo estaba entre estos últimos? ¿Qué había hecho mal? Así que,
como la zorra en la fábula de las uvas, invertí un pequeño esfuerzo en
convencerme de que era mejor así. Yo era el rey del asfalto, allá ellos
con sus escaladas a la montaña y sus baños en el río y sus bicicletas y
sus partidos de fútbol que duraban de sol a sol y sus esguinces. Jamás me hice uno, un signo (invisible) de lo mucho que me perdí.
Lo que entonces no sabía, o
mejor dicho, no podría haber articulado con palabras, es que en
realidad lo que echaba de menos era ser de algún lugar. "¿De dónde
eres?", me preguntaban. "De Móstoles", me veía obligado a responder.
"No, ¿de dónde eres de verdad?". Tenían razón. Nadie es de Móstoles, no es posible que uno sea de una ciudad de extrarradio.
Ni siquiera era Madrid, que tenía un pase —aunque a veces intentaba
matizar que había nacido ahí y no en un hospital de la periferia—, sino
un lugar donde todo el mundo está de paso. El verdadero problema era la
sensación de que yo no venía de ningún sitio, que no tenía (poseía) un
pueblo, que me había materializado repentinamente en mitad de la nada
urbana. En definitiva, que una parte de esa identidad que otros sí
poseían me había sido arrebatada.
La vida que nunca tendré
Por
supuesto, de vez en cuando, a uno los amigos que sí tenían Pueblo le
llevaban a otear el horizonte sin edificios del campo. Pero me había
acostumbrado tanto a la ciudad (a su ritmo, a su ruido, a sus peligros
que hacían que salir solo a la calle fuese mala idea) que no era capaz
de entender sus códigos. Todo allí ocurría antes, por eso me parecía
particularmente amenazante. Las primeras novias, salir hasta tarde, dormir a la intemperie
o romper con la autoridad paterna sin consecuencias era posible allí,
donde todo el mundo se conocía y se cuidaba mutuamente. Porque esa era
otra: para un niño que cada noche oía cerrar la puerta con dos vueltas
de llave, que todo el mundo dejase franca la entrada de casa me parecía
una temeridad inaguantable.
Uno es de su Pueblo para siempre, de igual forma que uno nunca termina de ser por completo de su ciudad adoptiva
Los
chavales con Pueblo siempre fueron la avanzadilla de mi clase, los que
experimentaban en primer lugar placeres, miedos y aventuras para
contárnoslo a los que nos quedábamos en el barrio. Por descontado,
disfrutaron de un proceso de aprendizaje mucho más completo.
Tan solo mucho tiempo después descubrí que muy probablemente había algo
de interesada ficción en sus historias, el embellecimiento propio del
que tiene 12 años y cualquier acontecimiento adquiere dimensiones
épicas… especialmente si tus amigos no están cerca para comprobar si es
verdad o no. Yo leía novelitas de Stephen King, pero ellos las protagonizaban. Derry, el pueblo de 'It', existía de verdad en algún olvidado lugar bajo las estrellas de Castilla. Tan solo había que imaginarlo.
Niños corren en una calle de Palma. (iStock)
Sin embargo, lo que secretamente más envidiaba era el orgullo con el que hablaban de su pueblo
cuando les preguntaban en clase. Lugares con nombres sonoros como La
Alberca, el Provencio o Madridejos, y en los que vivían aventuras junto a
personajes llamados El Rana o El Pelos, 'noms de guerre' que invocaban
linajes legendarios que habían pasado de generación en generación. No
como el vulgar Héctor, que había robado su nombre de un héroe que
alguien se inventó un día. Todos necesitamos un lugar al que pertenecer,
y el Pueblo ha sido durante mucho tiempo un rasgo definitorio para
millones de españoles. Da igual que les aburra, que ya no les guste o
que no piensen volver. Uno es de su Pueblo para siempre, de igual forma
que uno no termina de ser por completo de su ciudad adoptiva.
Mis
reservas terminaron por mutar en una inconfesable superioridad moral
que años más tarde me parece particularmente paleta. Yo era el niño al
que le gustaban los tebeos, los superhéroes y las series de anime,
las novelas de terror y los videojuegos, y de eso no había en los
pueblos. Pobrecitos. De lo que no me daba cuenta es que, en realidad, mi
carácter, como el de tantos otros de esos niños sin Pueblo, estaba
siendo esculpido en esa fortaleza de la soledad urbana. De haber pasado
dos meses cada verano en un caserón en mitad del campo, sería un hombre
completamente distinto. Mi introversión y amor por la soledad nacieron entre las paredes de mi cuarto. También, la sensación de que no tengo ningún lugar al que escapar.
De dónde venimos, dónde volvemos
¿Es
España un país de urbanitas que vuelven ocasionalmente a sus pueblos, o
de gente del campo que ha sido forzada a trasladarse a las ciudades
para poder trabajar? En otras palabras, cuando alguien coge el coche, ¿va al pueblo o vuelve al pueblo?
¿Cuál es el punto de partida de los millones de españoles que en Semana
Santa se trasladan de un punto a otro de la península? ¿Su apartamento
en la ciudad o la casa de sus padres en el pueblo? Hace no tanto, el
nuestro era un país rural en el que las ciudades emergían como
mastodontes yermos donde nadie nacía o moría. Clínicamente, uno podía
ser alumbrado o fallecer en la habitación de un hospital en mitad de la
capital, pero simbólicamente uno siempre nacía lejos, en otro lugar más
amable, y volvía para ser enterrado en el limo de donde emergió.
Tan
detestable como mi desprecio me parece la idealización del Pueblo,
convertido en producto de consumo por aquellos que nunca tuvimos uno
El
devenir de los tiempos ha cambiado el sentido de la travesía, y quizá
ya no se venga de los pueblos, sino que se vuelva a ellos. Son, para los
urbanitas que se concentran en la metrópolis o las capitales, el
síncope en un compás de 4/4 que rompe la monotonía del día a día, un
lugar que ya no solo les ayuda a "desconectar" —esa horrible palabra—, sino que les recuerda, cuando el cuadriculado ritmo laboral amenaza con devorar su identidad, que hay un pequeño oasis donde siempre serán ellos mismos, donde siempre habrá alguien que sepa quiénes son.
Por eso tantas familias reinvierten sus ahorros en adquirir una casa en
el lugar donde nacieron. Es un necesario cierre de sentido, la vieja
metáfora del descanso del guerrero; volver al lugar de donde saliste
para terminar tus días, pero también para ser alguien de nuevo (a poder
ser, con el mote de tu infancia) y no un número más en el listín
telefónico.
Durante mucho tiempo, me adherí a la tesis de "pueblo
pequeño, infierno grande", y aún hoy sigo creyendo que el refrán
mexicano tiene gran parte de verdad. Tan detestable como mi pasado
desprecio me parece la falsa idealización del Pueblo, convertido en
producto de 'marketing', generalmente por aquellos que nunca tuvimos
uno. En realidad, no existe "El Pueblo", sino que hay pueblos, de igual
manera que no hay una "Ciudad", sino ciudades, barrios, calles, cada una
con sus circunstancias. Ahora, de mayor, y gracias a mi pareja, puedo
decir que por fin tengo mi propio Pueblo. Nunca podré recuperar la
infancia que perdí, lo sé, pero aprendí una oportuna lección que hoy
resulta especialmente valiosa: nuestra altanería hacia los demás es la
máscara tras la que ocultamos el miedo a darnos cuenta de que perdimos algo que nunca podremos recuperar.
Fuente: https://blogs.elconfidencial.com
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