El fracaso de la ciencia.
En los amplios corralones de las casas de labranza bajo techos
desvencijados y cubiertas de polvo y arcilla, las máquinas de segar permanecen
inmóviles en los calurosos días del estío, y, mientras se enmohecen, sus
gigantescas cuchillas y engranajes parecen protestar de la inercia en que sus
apáticos dueños las tienen sumidas.
Si el hombre que, tras incontables días y noches de cálculos y
experiencias, presentó, hondamente satisfecho, el maravilloso invento de la
máquina de segar se diera una vuelta por las campiñas españolas y viera el
fruto de sus desvelos, despreciado por los mismos campesinos, seguramente
maldeciría sus afanes por el bien de la Humanidad y, ¡quién sabe si no
renunciaría – arrastrado por el desaliento – a seguir arrancando a la caniera
de su ingenio nuevas ideas y nuevos proyectos propulsores de la cultura y la
civilización!
Y, sin embargo, ni los obreros segadores, ni los propietarios son los
culpables directos de tal fracaso de la ciencia. No lo son los obreros, porque
están en su derecho al reclamar para sí las faenas de siega, ya que en tan dura
tarea es donde sólo pueden ganar algo para “ir tirando” en el invierno, cuando
falta el trabajo y abunda la necesidad. No lo son los patronos, porque son los
primeros convencidos de que a los obreros les asiste la razón.
¿Cómo se explica, pues, que los útiles de labranza repugnen a los mismos
agricultores, cuando tienen por misión endulzar las fatigas de los que gimen
esgrimiendo la ardiente segar de la mañana a la noche? ¿Es que los hombres se
empeñan en seguir manteniendo sobre sí el peso de los duros trabajos, cuando se
le brindan medios que mitigan tal dureza? Si cualquier persona dotada de
sentido común miraría con desprecio o lástima: a la señorita que recubriese su cuerpo de pieles, como en los tiempos
prehistóricos mientras carcomiese la polilla los finos crespones y sedas ; al
viajante que recorriese pueblos y pueblos sobre una deshecha berlina teniendo
en el garaje un magnífico automóvil; al hacendado morador de una casona ennegrecida,
mientras deja su palacio para mansión de lechuzas y alimañas ; al joven mundano
que, alejándose del salón encerado donde resuenen los ecos armoniosos de las
mejores orquestas, danzase sobre un bodegón húmedo al son de un destemplado
guitarro …; ¿cómo es posible que contemplemos inmutados a millares de
labriegos, que tienen las manos cuajadas de espinas y la piel abrasada por el
sol y los vientos, que en los días de verano duermen dos horas y trabajan
veintidós, y, sin embargo únicamente protesta cuando advierten en la vesana una
máquina dispuesta para segar muchas hectáreas en pocos instantes?
Cuando el entendimiento se reconcentra en sí mismo para abismarse en
saludables reflexiones es únicamente cuando logramos descubrir estos extraños
fenómenos y conseguimos desentrañar la causa que los origina. Y es entonces
cuando desfila por nuestra imaginación la visión fatídica de harapientas
multitudes que nada poseen y para las cuales un día sin trabajo es un día de
miseria ; y de esas oirás multitudes, menos numerosas, que miden por kilómetros
la extensión de sus fincas y cuentan a centenares el número de servidores. Y
flotando sobre todo esto, como voz que clama en desierto, el eco de santas
Encíclicas aconsejando una mejor distribución de la riqueza y un mejor empleo
de la propiedad. Cuando sea insignificante el número de los que siegan para
otros y sea elevadísimo el de los que siegan para sí; cuando al campesino no le moleste la rapidez en la ejecución de las faenas agrícolas porque
él también sea propietario, entonces el progreso marchará con pasos agigantados
en la agricultura y los productos de la ciencia no serán vistos con la
animadversión con que actualmente se mira la máquina de segar.
Cuando la justicia social sea un hecho, la ciencia cuajará en todas partes.
Cuando la caridad cristiana se cumpla fielmente, las miserias humanas serán
algo quimérico. Cuando las obras de los hombres respondan a las doctrinas de la
Iglesia, en los corazones de todos los hombres quedará grabada con huellas imborrables
la siguiente expresión: Todos hijos de Dios, todos hermanos.
Eliseo Feijóo García
Fuente:
El Defensor de Cuenca. Año V. Núm. 189. Sábado 10 de agosto de 1935
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