"Hace pocas semanas recibí en Berlín la invitación a una excursión arqueológica, que la Asociación de Amigos del Instituto Arqueológico Alemán de Madrid había planeado para el 20 de noviembre. El objetivo de esta excursión era tan inusual, tan excitante y estimulante, que decidí espontáneamente hacer una escapadita a Madrid, para ver las minas romanas del Lapis specularis. Ahora puedo decir que esta escapada ha merecido realmente la pena.
Por
supuesto, un arqueólogo debe hacer previamente «los deberes», porque el Lapis
specularis y las minas en las que se extrae no forman parte del conocimiento
común, al menos, no para mí. El Lapis, dicho de una manera prosaica, es el
yeso, y este mineral tan utilizado existe en muchas partes del mundo antiguo.
Sin embargo, el yeso cristalino es mucho más escaso, sobre todo de un tamaño
tan impresionante y de una calidad tan «cristalina». Plinio el Viejo, un
militar al que le entusiasmaban las ciencias, le dedica varios párrafos en su
«Historia natural» del siglo I d. C. (libro XXXVI, pp. 160-162). Para él, el
Lapis specularis, encontrado en los alrededores de la ciudad ibero-romana de
Segóbriga, era especialmente destacable, y allí es a donde se dirigía la excursión.
Bien es cierto que, en la Antigüedad, también se descubrieron yacimientos en
Chipre, Capadocia y Sicilia, y «hace poco», según Plinio, también en África,
pero el Lapis specularis español, y concretamente el de Segóbriga, es el mejor.
El yeso cristalino es un mineral relativamente blando que se puede cortar
fácilmente (dureza 2 en la escala de Mohs), y además soluble en agua. Sin
embargo, es posible partirlo en finas láminas iguales y, por su buena calidad,
es claro y translúcido. No solamente translúcido, como el alabastro o las finas
láminas de mármol, sino tan claro que, a su través, es posible ver y reconocer
lo que hay al otro lado: el material ideal para las lunas de ventanas. De ahí
proviene el nombre Lapis specularis, la piedra con la que o a través de la cual
se puede ver.
La
excursión nos condujo a una colina vinculada con la leyenda de «La mora
encantada», la princesa mora sometida a un hechizo, que vive en un palacio
subterráneo. En una época sorprendentemente moderna, un hombre que vivía cerca
de aquella colina soñó que había bajado a un palacio lleno de cristales
relucientes y que encontraba allí un tesoro de objetos de oro: una historia que
recuerda a otras muchas sagas similares del norte de Europa, referidas a
cuevas, tesoros, enanos y princesas. Sin embargo, gracias a este sueño, se
redescubrió una mina romana de la que precisamente se extrae este Lapis
specularis.
El
presidente de la Asociación, el Sr. Frank Abegg y el Director científico del
Instituto Arqueológico alemán de Madrid, Thomas G. Schattner habían preparado
muy bien la excursión y habían establecido contactos con un círculo de
arqueólogos comprometidos, entregados al patrimonio arqueológico de los
alrededores de Segóbriga. El Sr. Juan Carlos Guisado di Monti acompañó a los
Amigos y les proporcionó mucha y variada información durante el viaje sobre los
lugares antiguos y sobre el objetivo de la excursión, la «Mina de la mora
encantada». Una vez allí, tres jóvenes arqueólogos estaban esperando a los
visitantes, equipados al estilo de mineros con cascos y linternas para cuevas,
y les condujeron a la mina en sí y, sobre todo, echaban una mano. La mina es
accesible para visitantes, pero no es ningún parque que se pueda atravesar con
comodidad. Uno se enfrenta con respeto a un pozo que parte de la cima de la
colina y que conduce en vertical a varios metros de profundidad, pero la
«entrada de visitantes» está aún más abajo. A partir de ahí, sinuosos pasillos
y pozos conducen hacia las profundidades.
Lo más
notable de la mina es que, después de que la abandonaran los trabajadores de la
mina en tiempos de los romanos, no ha vuelto a ser explotada. A manera de una
ventana en el tiempo, uno se pone en la situación de los mineros de la
Antigüedad y es capaz de percibir directamente las difíciles condiciones de
trabajo de aquella época. El recorrido y la altura de las galerías las
determinaron los ansiados Lapides. Un pequeño mapa en el folleto muestra el
laberinto de pasillos, por algunos de los cuales solo se puede pasar
arrastrándose —a los visitantes se les eximía de realizar este ejercicio— y que
luego se amplían formando grandes cavernas o conducen en empinada pendiente
hacia el exterior. Las paredes están cubiertas de las rayas producidas por los
picos de los mineros, con los cuales extraían la roca y los cristales de yeso.
En las huellas de los golpes —uniformes y con una ligera forma de arco— es
posible reconocer que los picos los manejaban unos canteros expertos. Los
arqueólogos acompañantes llamaron la atención sobre pequeños e insignificantes
huecos a lo largo de los pasillos y galerías, en los que pequeñas lámparas o
simplemente aceite con un pabilo disipaban un tanto la oscuridad. En algunos
lugares, en lugar de escaleras, había agujeros para escalar que conducían en
vertical hacia las alturas.
En los
techos de las galerías y en las paredes de lecho de roca todavía pueden
reconocerse enormes cristales de yeso de hasta un metro de longitud, que fueron
extraídos aquí y en los alrededores. Sus superficies lisas brillan y relucen
también en estado puro, sin pulir, delante de la roca. Aquí es muy fácil
imaginar cómo surgió la leyenda del palacio de cristal, sobre todo cuando los
cuidadores de este lugar no pueden resistir la tentación de recuperar algo de
aquel esplendor de cuento de hadas a través de la magia de colocar
discretamente pequeñas lámparas detrás de los cristales. En algunos lugares
también se puede ver todavía la técnica con la que primero separaban casi por
completo la piedra de alrededor de los cristales y luego lo hacían saltar
literalmente. Algunas paredes están cubiertas de minúsculos cristales de yeso,
a los que los romanos llamaban «cenizas de yeso». La capacidad que el yeso
soluble en agua tiene para cubrir otras superficies o animales muertos con una
fina capa ya resultaba fascinante para los hombres de la Antigüedad; en ello se
veía, como también lo hacía Plinio, una especie de fosilización. Alrededor del
agujero de entrada a la cueva y en la parte de arriba, sobre la colina, yacen
innumerables fragmentos de este yeso claro y translúcido, que se extraía aquí a
la luz del día. Estos mismos fragmentos brillantes podrían todavía utilizarse,
por ejemplo, a manera de grava centelleante, para esparcirla en el Circus
Maximus de Roma.
Precisamente
estas cualidades, la resistencia al sol y al frío, que tanto destacó Plinio, y
la posibilidad de partirlas perfectamente, convierten al Lapis specularis en el
material ideal para lunas de ventanas. Hoy un material universal, en la
Antigüedad fue un descubrimiento de gran aceptación, que proporcionaba luz de
día a los espacios interiores de las lujosas villas y que, al mismo tiempo,
protegía del frío y las condiciones climatológicas adversas. Aproximadamente a
comienzos de la época imperial romana, cuando ya fue posible fabricar cristal
incoloro de gran superficie y a gran escala, era una cuestión de rentabilidad
decidir si se continuaba utilizando el Lapis specularis, ya que, si bien era
infinitamente más hermoso, también era muy difícil de extraer.
A la entrada de la localidad de Caracenilla, el Sr. Guisado di Monti hizo una parada junto a un puente romano. Hoy en día, encajonado entre las calzadas de la moderna carretera, habría sido fácil pasarlo por alto. Los que, al oír el término «puente romano» pensaron en los monumentos de piedra con varios arcos como, por ejemplo, el de Mérida o Nimes, quedaron decepcionados al principio. Sin embargo, los que deben moverse, ya sea a pie o con un vehículo, por carreteras que no tienen ningún puente saben apreciar uno pequeño. El puente romano de Caracenilla no estaba pensado para carros, sino para animales de carga y peatones, pero era de construcción sólida de piedra. Una mirada al lecho del río que el puente atraviesa pone en evidencia que este pequeño riachuelo puede convertirse rápidamente en un río impetuoso, cuyos bríos ha podido resistir hasta el momento esta construcción de masivos sillares de piedra. Una sólida obra de ingeniería romana, sobre la que es posible pasar con seguridad gracias a su restauración.
A la entrada de la localidad de Caracenilla, el Sr. Guisado di Monti hizo una parada junto a un puente romano. Hoy en día, encajonado entre las calzadas de la moderna carretera, habría sido fácil pasarlo por alto. Los que, al oír el término «puente romano» pensaron en los monumentos de piedra con varios arcos como, por ejemplo, el de Mérida o Nimes, quedaron decepcionados al principio. Sin embargo, los que deben moverse, ya sea a pie o con un vehículo, por carreteras que no tienen ningún puente saben apreciar uno pequeño. El puente romano de Caracenilla no estaba pensado para carros, sino para animales de carga y peatones, pero era de construcción sólida de piedra. Una mirada al lecho del río que el puente atraviesa pone en evidencia que este pequeño riachuelo puede convertirse rápidamente en un río impetuoso, cuyos bríos ha podido resistir hasta el momento esta construcción de masivos sillares de piedra. Una sólida obra de ingeniería romana, sobre la que es posible pasar con seguridad gracias a su restauración.
También
paramos en un campo arado, sobre cuya superficie yacían escombros de piedra y
mortero, así como muchos restos de terra sigillata y cerámica de uso diario,
las huellas de una villa rustica romana de la época imperial tardía. Un
edificio de ladrillo de varios metros de altura es el resto de un mausoleo que
formaba parte de la villa. Esta villa, que tenía suelos de mosaico, era algo
más que una granja y tenía más bien carácter de hacienda. También el mausoleo,
con su revestimiento de mármol y sus sarcófagos, era un panteón muy visible y
representativo de la familia del propietario. En formato imperial, hay unas
instalaciones de este tipo en Centcelles, cerca de Tarragona, sobre las que el
Instituto Arqueológico Alemán de Madrid ha realizado y publicado un estudio.
Algunos indicios que señalan hacia fortificaciones íberas en las mesetas de la
región descubren otros objetivos para posibles excursiones, a ser posible sin
que llueva.
Por
último, los arqueólogos entregaron a los visitantes unas cajitas,
confeccionadas con esmero, que contenían muestras de yeso, Lapis Specularis y
otros minerales de la región; en cierto sentido se les podría llamar «bombones»
de piedra. Con ellos, esta excursión tan informativa como entretenida
permanecerá en el recuerdo de los Amigos del Instituto Arqueológico como una
experiencia muy agradable".
No hay comentarios:
Publicar un comentario