Entre los mejores retratos que se encuentran en el Museo del Prado se halla el del conquense nacido en Torrejoncillo Julián Romero “el de las hazañas”. Uno de los más famosos capitanes del siglo XVI que sirvió a las órdenes de Carlos I y Felipe II. “Ha que sirvo a vuestra majestad cuarenta años la Navidad que viene, sin apartarme en todo este tiempo de la guerra y los cargos que me han encomendado y en ello he perdido tres hermanos, una yerno y un brazo y una pierna y un ojo y un oído […] y ahora últimamente un hijo en que yo tenía puestos mis ojos”, escribe Julián al monarca.
Del personaje militar hemos tratado en otras ocasiones, pero no del retrato que realizó El Greco por encargo de su hija Francisca veinte años después de su muerte, aunque algunos especialistas lo llevan a cuarenta. El encargo tenía como fin donar el cuadro a la fundación del convento de las Trinitarias que Julián había financiado en Madrid gracias a la fortuna acumulada al servicio de Enrique VIII de Inglaterra.
El cuadro debía colgarse en el lado del evangelio en la iglesia del templo, pero como Francisca acabó enemistada con la abadesa nunca llegó a su destino. El lienzo permaneció durante doscientos años en poder de la familia de Romero para ser legado a la Corona española y, finalmente y tras pasar por varias colecciones particulares durante el siglo XIX, hacerse con él Luis de Errazu que en 1926 lo donó al Museo del Prado.
En el lienzo no se representa a Julián Romero como lo que era, el arquetipo de soldado, de “gentilhombre que sirve en la milicia con la pica, arcabuz o otra arma” según la definición de Covarrubias. El hombre hecho así mismo en los campos de batalla, enrolado en Torrejoncillo como mochilero a los dieciséis años y que alcanza el generalato tras cuarenta y tres años de constante guerrear.
Nos lo presenta en cambio como un santo o un monje, aunque asome la empuñadura de la espada y la cruz de Santiago ganada a arcabuzazos en San Quintín. No lo retrata siquiera cojo, manco o tuerto, porque no lo representa como muere, sino como aparecerá en el día de la resurrección.
La representación arrodillado orante se utilizó mucho en la escultura funeraria del XVI y El Greco bien pudo inspirarse en la estatuaria del mismo tipo en Toledo o en El Escorial. Pero la inspiración más inmediata debió ser "La Gloria", de Tiziano, que muestra al Emperador, a su esposa Isabel y a Felipe II orantes y cubiertos de sábanas blancas, estableciendo el modelo llamado de “adoración perpetua”.
No fue idea de Tiziano, sino petición del propio emperador Carlos: “[…] el bulto de la Emperatriz y el mío (…) de rodillas, con las cabezas descubiertas y los pies descalzos, cubiertos los cuerpos con sendas sábanas (…) con las manos juntas”
El patrono que le acompaña sigue la costumbre de la época de poner el santo del mismo nombre, que en caso habría de ser San Julián. Con esa armadura evidentemente no se trata del San Julián de Cuenca, tampoco de San Julián el Hospitalario como se ha dicho alguna vez. La corona y el manto de flores de lis apuntan a San Luis, rey de Francia. Casi podríamos decir que se comete una burla poniendo al patrón de Francia si tenemos en cuenta las muchas veces que Julián venció y masacró a los franceses.
Fuente: cuencaafondo.blogspot.com
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