Vista de Cuenca desde el Castillo hacia 1890 - Foto Hauser y Menet
Cómo ocurrió el derrumbe de la torre del giraldo de la Catedral de Cuenca.
Cómo ocurrió el hundimiento de la torre de nuestra Catedral.
Relato inédito de un testigo presencial de 7 años de edad.
Catedral de Cuenca antes del hundimiento de la torre del Giraldo ocurrida el día 13 de Abril de 1.902
Domingo, 13 de abril del año 1.902.
Amanece el día con el cielo limpio de nubes. Mi hermano Reyes estaba
perezoso para levantarse. Hubo que despertarlo repetidas veces y, ya las
ocho y media, me mandaron a mí para llamarlo una vez más. Recuerdo que
le hice cosquillas en los pies. Se levantó, almorzamos y, contraviniendo
la advertencia materna de que no saliesemos de casa, a hurtadillas nos
fuimos a la calle. Nos hicieron volver; pero como mi madre (q. e. p. d.)
tenía muchas ocupaciones, pues ya tenía hijos, no pudo ejercer una
constante vigilancia y burlándola, nos marchamos, a pesar de aquel
consejo: "No salgáis de casa, no vaya a pasaros algo". ¡Divino instinto
materno!
Vivíamos
en la calle de Alfonso VIII, 19, casa que ha sido de mis padres hasta
que hace breves años pasó a ser de este Municipio, juntamente con otras
contiguas. Mi hermano Reyes tenía nueve años y yo acababa de cumplir los
siete.
Al salir de casa llegamos de
primer intento hasta el arco de en medio de la anteplaza, en donde, con
otros muchos chicos, estuvimos jugando al corro. Pero poco después y con
un movimiento a la vez de traslación, fiumos subiendo por la Plaza
Mayor, hasta llegar al principio de la calle de San Pedro, junto a las
verjas que había de entrada por aquella parte al atrio de la Catedral, y
en las inmediaciones del callejón que conducía a la torre de las
campanas. Recuerdo que un hombre, no puedo precisar quien fue, nos dijo
que podíamos subir a repicar, si queríamos. La puerta de entrada a la
torre estaba en manos de los muchachos mayores que, a discreción,
dejaban o no entrar a los demás, y ni a mi hermano ni a mí nos dejaban
pasar. Pero una fatal circunstancia vino a facilitarnos el acceso, pues
hubo un momento en que el amo de la puerta era mi primo Alejandro Mena,
(víctima también en este hundimiento), aunque no murió y, naturalmente,
nos permitió entrar y así lo hicimos.
Subimos un primer tramo de
escaleras (téngase en cuenta que jamás habíamos estado allí, yo creo que
ni aun en la puerta de la calle) y llegamos a un ensanchamiento,
especie de pasillo adonde caían dos gruesas cuerdas que debían ser para
tocar las campanas mayores. De esas cuerdas nos estuvimos colgando
durante algunos minutos, continuando la ascensión por aquella escalera,
un tanto oscura, hasta que llegamos a una puerta situada a la derecha y
que sin duda daría a las habitaciones del campanero. Yo me cansaba y le
dije a mi hermano que me volvía, y así lo hice. El siguió por aquella
escalera de caracol hasta llegar a lo alto.
Ya en la calle, me encontré,
junto a la puerta de entrada, en aquella especie de plazoleta que
había, a otro muchacho amigo. Andrés Uviedo, hijo de un empleado del
Ayuntamiento, con el cual me entretuve, y ambos hubimos de mirar hacia
lo alto al oir las llamadas que me hacía Reyes desde uno de los arcos
sin campana que había en la fachada principal, sobre la puerta y, por el
cual, sin duda tendido, asomaba su rubia cabeza. Yo le amenacé con mi
mano, diciéndole a la vez que diría a mi padre que se había subido a esa
torre, pues nos lo tenía prohibido con una energía y tenacidad que bien
merecía que hubiéramos hecho más caso. Mi hermano me prometió, si no
decía nada, darme "cajillas", o sea, las tapas de las cajas de cerillas
que tanto usábamos los niños en nuestros juegos en aquella época, y que
teníamos en gran aprecio. Y entonces (última vez que lo ví vivo) se
retiró hacia dentro.
Aún continuamos allí Andrés y yo, y como notamos
que caian piedrecitas de la fachada, le dije yo a Uviedo: "Vámonos, que
esto se hunde", a lo que me contestó: "Es que tu hermano nos tira
chinillas", y se marchó, quedando yo allí algún tiempo, que debió ser
breve, pero que nunca he podido precisar. Eché a andar hacia la Plaza,
lentamente, como si hiciera tiempo a que bajase mi hermano. Iba adosado a
la pared de la Catedral, o sea por mi izquierda, cuando por mi derecha
pasaron corriendo varios muchachos, ya mayores, que, comprendiendo lo
que se avecinaba, huían, sin que ninguno me advirtiera del terrible
suceso que se echaba encima de un modo intimamente. Seguí tan tranquilo,
muy lejos de presumir al riesgo terrible que me amenazaba, y, sin duda
la divina Providencia quiso salvar mi vida y detuvo unos instantes el
suceso, pues apenas doblé la esquina del atrio que ya cité y muy pocos
metros más bajo, sentí como un trueno enorme y seco, vi una gran
polvareda y mirando hacia lo alto advertí que ya no se veía la giralda,
parte más elevada de la torre y... seguí Plaza Mayor abajo sin la menor
preocupación, como si nada hubiese ocurrido. (Rigurosamente auténtico).
Sin duda eran pocos mis siete años para que cupiese en mi cerebro tanto
espanto como aquello hubiera producido en una persona mayor. Corriendo
"a la pata coja", o sea sobre un solo pie, seguí hasta llegar a mi casa,
en el preciso momento en que mi madre, que estaba asomada a la puerta
de la calle, invitaba compasiva a que pasase a casa una mujer que calle
abajo iba llena de polvo, con aire de espanto, y que entre sollozos
balbucía ciertas expresiones que no se entendían, y es que había pasado
por el lugar del hundimiento en el momento en que se producía y presa de
terror huía sin poder articular palabra y antes de que hubiesen llegado
por allí las primeras noticias. No aceptó la mujer la invitación y
siguió. Yo penetré en mi casa, que atravesé hasta el fondo, y asomándome
por un balcón vi que, efectívamente la torre se había ido abajo,
quedando solo en pie un paredón en donde estaban todavía las dos
campanas. Desandando el camino que traje, volví a la Plaza Mayor, en
donde ya empezaba a concurrir gente. Vi que el señor Lucio, el
campanero, le llevaban cogido por los brazos unos sacerdotes (me parece
recordar que también estaba allí el Obispo) dando unos quejidos y
sollozos que, cuando llegué a mayor comprendí: entonces, no: el pobre
señor tenía también una hija dentro de la torre. La concurrencia de
personal crecía rápidamente; y, poco después empezó a lloviznar,
abriéndose muchos paraguas. (Conquenses que me estéis leyendo, ¿es
cierto este detalle, o es error de mi memoria? Porque tengo por seguro
que muchos vivís aún, que estuvísteis allí en tan tristes
circunstancias).
Suceden ahora unos momentos que no recuerdo lo que
ocurriera ni donde estuve... Después me veo cogido de la mano de mi
madre, y mi hermana también, dando vueltas por la Plaza en busca de
Reyes. Me preguntaban por él, y yo decía que no sabía dónde estaba;
empezó a entrarme miedo. Enviaron a varias personas a buscarlo a las
casas de mis numerosos familiares, y naturalmente todos volvían con la
única respuesta de no saber nadie nada de él. Y ahora lo terrible: un
señor (que he tenido siempre para mí que fue don Eduardo Moreno (q. e.
p. d.) que tantas veces fué luego alcalde), se puso en cuclillas ante
mí, para mirarme cara a cara y, cogiéndome de los brazos me dirigió unas
cuantas preguntas con las cuales, y sin gran dificultad, me arrancó la
tremenda confesión: mi hermano y yo habíamos estado dentro de la torre;
yo me salí y él se había quedado dentro. Renuncio a describir la escena
que allí se desarrolló, que debió ser espantosa, si bien hubo, como es
natural en estos casos, personas de buen criterio que me separaron de
aquel sitio, que (no se me olvidará jamás) fué precísamente donde para
el autobús de la Plaza cuando llega a ella en la subida.
Suceden unos momentos en que nada me acuerdo y
de nuevo vuelven los hechos a mi memoria. Cogido ahora de la mano de mi
padre (q. e. p. d.) estamos junto al enorme montón de escombros, y mi
padre habla algo con uno de los dos guardias civiles de a caballo que
impiden que la gente se aproxime. Nos retiramos de allí y los dos vamos
calle abajo y entramos en un edificio que no he sabido nunca cual fue.
En una buena habitación mi padre habla con un señor, al que le dijo que
yo también había estado dentro de la torre y otras cosas, claro está, y
que nunca he sabido. Aquel señor se sienta en una silla ante la mesa y
sacando un pequeño papel escribe algo y después se lo entrega a mi
padre. Salimos de allí y nuevamente estamos hablando con el guardia
civil anteriormente citado... Sin que recuerde por dónde fuimos, ahora
estamos en casa de don "Federico" Torralba, médico, que vivía en una de
las primeras casas de la derecha de la calle de San Pedro, y a quien yo
conocía bien por una larga intervención que tuvo conmigo con ocasión de
una pierna mala. Estamos en una pequeña habitación, oscura, situada en
la parte de atrás y que da vistas al ingente montón de sillares de la
torre venida a tierra. Por un balcón abierto del todo, mi padre da
aterradores gritos llamando a Reyes, pues se oían lamentos de un niño
encima de aquél montón informe. Empiezo a llorar amargamente y alguien
me saca de allí y me llevan... No lo recuerdo tampoco. Algún rato
después es un vecino y buen amigo de mi padre quien nos coge de la mano a
mi hermana, (once años) y a mí y nos lleva a su casa, algo anterior a
la mía; allí nos dan de comer y después...
Y en adelante
recuerdo de hechos que no puedo colocarlos cronológicamente. Muchísima
gente fué por mi casa: unos llevaban noticias esperanzadoras, otros todo
lo contrario... Mi casa, como la más céntrica y mejor situada de las
varias familias de las víctimas, fué el sitio en donde se hizo el duelo
oficial, etc. De eso apenas sé nada ni nunca he querido saberlo, pues
para ello me hubiera sido necesario preguntar a mis padres, y, cuando ya
mayor, hubiera satisfecho fácilmente el deseo pero, nunca quise que, al
menos por iniciativa mía, se provocase en mi casa una conversación que
ya pueden comprender los lectores el efecto que produciría. (En cuanto a
aquél señor que dió a mi padre un papel escrito he supuesto que sería
alguna autoridad, para que le dejasen subir a lo alto del montón de
escombros a socorrer a aquel chico que se oía allí; y efectívamente
alguien subió y salvaron al que encima había quedado).
Por cierto que a mi
hermano le gustaba mucho, como a todos los chicos de entonces, ser
monaguillo, y asistía a la Parroquia del Salvador. Pero precísamente esa
iglesia tenía una torre que amenazaba inminente ruina, por lo que mi
padre no le permitió seguir yendo a ella: ocho días, exactamente, quedó
sepultado bajo los escombros de la torre de la Catedral. ¡Y con qué poco
se habría salvado! Venía solamente unos metros detrás de mí, hasta el
punto de que el último salvado fui yo, y la más inmediata víctima, él.

Y para terminar este
relato ya demasiado largo -aunque no agotado- diré que el Excmo.
Ayuntamiento de nuestra capital destinó sepultura perpetua para los
restos de las cuatro víctimas, que está en el Cementerio general, en los
primitivos nichos frente a la puerta de entrada, algo a la derecha. La
inscripción recuerda la catástrofe (ya está bastante borrosa), así como
los nombres de los sucumbidos, y por cierto que hubo la torpeza, no sé
de quién dependería, de que a mi hermano le pusieron los dos apellidos
de mi padre, en vez de los suyos propios.
Que en paz descansen.
Francisco LÓPEZ ESCUDERO.
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