Julián Romero de Ibarrola, un héroe mitológico de los tercios españoles
Como
todo el mundo en aquel tiempo de incertidumbre, se alistó en la orden
como mochilero, aguador y mozo de tambor, para luego pasar a ser un
mercenario
Corría el año 1563,
cuando el Gran Duque de Alba, probablemente el mejor general de la
época, invitó a lo más selecto del ejército de la Monarquía Española en
un momento clave para un cambio de impresiones de mucho calado y
solemnidad, básicamente, por las circunstancias que habían obligado a
convocarlo. Eran momentos críticos. Flandes ardía por los cuatro costados y cerca de 90.000 soldados de los tercios sobre el terreno (españoles, italianos y alemanes) llevaban más de dos años sin cobrar. Felipe II había declarado su segunda bancarrota legal u oficial
(lo cierto es que la deuda española con los banqueros alemanes,
genoveses y pisanos era una herida que sangraba incesantemente) y a las
complicaciones añadidas de la guerra había que añadir el triste aderezo
de los amotinamientos en medio de aquella nada que no era otra cosa que
un lodazal sin solución de continuidad.
Asombroso duelista
Uno de los hombres que había acudido a la tienda del distinguido general, era un bragado soldado de la milicia
que por rango no debería de estar entre los convocados, pero que sí
tenía derecho natural a ello pues era uno de los hombres más eficientes y
letales en su oficio. No solo hablaba cinco idiomas, sino que era un duelista de características asombrosas, y un genio de la táctica con una intuición asombrosa. En su oficio de repartir estopa por cuenta ajena, el capitán castellano se haría célebre en la famosa batalla de Pinkie Julián Romero de Ibarrola, era un sargento mayor imbricado en los tercios -ese invento infernal del Gran Capitán-, y era el perejil de todas las salsas. No solamente era un hijo de vascos aterrizados en un pequeño pueblo del norte de Cuenca
sino que la monotonía de una rutina desesperante en medio de una
cotidianeidad devoradora de sueños había empujado al muchacho al oficio
de la guerra como una salida con la que señalar su existencia y además,
obtener prestigio en una sociedad en la que imperaba lo militar, pues
era aquella España de entonces, era un enorme imperio en guerra
y por si fuera poco, en seis frentes diferentes, lo que puede dar una
idea de la grandeza de lo que fuimos. En aquel tiempo, los tercios eran
la forma más justa y democrática de ascender en la escala social y
concedían oportunidades de igualar por méritos propios a cualquier
voluntario, ya fuera este hidalgo, noble, extranjero o campesino.
Foto: Wikipedia.
A Romero se le había asignado el mando de 1.500 hombres de armas del Tercio de Sicilia. En
el laberinto de Flandes donde había mercenarios que cambiaban de bando
con facilidad pasmosa, los tercios significaban cohesión, organización,
disciplina y hermandad. El Gran Duque de Alba había elevado a la
categoría de plaga bíblica a aquella tropa. Pero este general de
indiscutibles capacidades que había batido a las tropas insurrectas en
todas las batallas que hubo de enfrentar, y que fueron muchas, condenó
por su falta de tacto diplomático a aquel conflicto a una duración ajena
al sentido común ya la lógica de la historia ,pues fue incapaz de
comprender las auténticas dimensiones de la situación política del país. Él solo era un puño de hierro y fiel vasallo de su rey. Además, tuvo que tragar sapos como los de la terrible decisión de liquidar a instancias de su monarca, a los condes de Egmont y Horn, dos activos imprescindibles en aquel tremendo rompecabezas.
"Sacado a hombros"
Julián Romero se había acercado a los tercios como todo quisque en aquel tiempo de incertidumbre. Ingresó como un tres en uno: mochilero, aguador y mozo de tambor.
Por aquel entonces, Flandes era un remanso de paz asentado sobre una
planicie sinfín adornada de suaves colinas e interminables campiñas
verdes. Para 1543, ya ostentaba el grado de capitán y pertenecía al selecto club de la aristocracia como Sir inglés. Julián
Romero estaría en el centro de la acción y a la cabeza de la infantería
hispano italiana, aplicando con contundencia recursos nunca vistos Mercenario en la Inglaterra del monarca Enrique VIII de la dinastía Tudor, los
anglos tenían una alianza con España que en breve se convertiría en un
Armagedón adicional de los muchos que siempre han proliferado por este
sacrificado planeta. En su oficio de repartir estopa por cuenta ajena,
el capitán castellano se haría célebre en la famosa batalla de Pinkie.
Esta probablemente será recordada como la última carnicería por el
terrible cuerpo a cuerpo sucedido en aquel infausto día. Los escoceses
perderían contra los ingleses la friolera de 15.000 almas, prisioneros
aparte. Julián Romero en aquella inmensa tragedia seria “sacado a hombros”, pues
el propio Enrique VIII lo ascendería ipso facto a la gloria otorgándole
bienes y una jugosa bolsa. Convertido en caballero inglés de la noche a
la mañana, estaba que se salía. Pero si algo hay de cierto en esta
verdad aparente que es la realidad, es que todo es provisional.
Ilustración de la batalla de Pinkie de John Ramsay. (National Army Museum)
Al escindirse Inglaterra de la Iglesia de Roma, Romero
no podía seguir al servicio del monarca anglosajón, pues el militar
peninsular había acudido a Inglaterra obedeciendo órdenes de Carlos V.
Diez años después de su aventura en aquella brumosa isla, se veía
obligado a combatir a la conspicua Isabel I que sentaría las bases de la
guerra más larga dirimida contra un país extranjero en la historia
conocida contra España. Su nuevo rey, Felipe II,
inmerso en una colosal guerra contra Francia por la colisión producida
por las aspiraciones de dominio de los galos en lo que hoy son tierras
italianas, pedía “caña”, y para ello convocaría a sus mejores capitanes ante este nuevo reto. En San Quintin,
uno de los momentos de gloria determinantes en nuestra historia, el
mercenario estaría en el centro de la acción y a la cabeza de la
infantería hispano italiana, aplicando con contundencia todo su ingenio
táctico con recursos nunca vistos. Algunos años después, en la batalla de Gravelinas,
los franceses tras pedir más marcha, acabarían pidiendo la hora. Era
notable su actitud a la hora de afrontar con frialdad el momento de la
muerte, algo tan presente en la vida de un uniformado. La seguridad que
esgrimía este soldado de España era pasmosa.
Ora fuera
con la horquilla de arcabucero que era una prolongación de el mismo o
con su espada de combate, antes de afrontar la batalla, se golpeaba el
tacón de la bota derecha en un ritual casi magnético. Luego, se sumergía en el griterío y la carnicería como quien va de paseo desapareciendo entre el horror con toda naturalidad. Un
elemento de la naturaleza. De entre los muchos lances que se le
adjudican, hay uno que destaca sobre todos. Tenía entre ceja y ceja
acabar con la familia de Orange y en ello puso todo su empeño.
Choque frontal
Jemmingen
era entonces una pequeña población rural sin mayor trascendencia, un
pueblo idílico donde las gallinas y cerdos correteaban sin
complicaciones en un escenario natural en el que la tranquilidad
imperaba, hasta que llego aquella ola de fuego desatada con toda su intensidad. En la frontera alemana con los Países Bajos, Luis de Nassau –hermano de Guillermo de Orange–
y el Gran Duque de Alba, terminarían encontrándose en un choque
frontal. Nassau, se manejaba con un compacto y motivado ejército de
12.000 hombres en el que había pocos mercenarios. El ejército imperial se lanzó sobre los rebeldes como una horda cayendo más de 7.000 desgraciados entre las tropas de Nassau
Su
proverbial autosuficiencia de “sobrado” le conduciría a encerrarse en
un cuello de botella en el que no había retirada posible, salvo que en
el caso de que se dieran mal las cosas, hubiera de evacuar por vía
fluvial. Nada apuntaba a priori que los holandeses fueran a encontrarse
contra las cuerdas pero, enfrente, estaban los más granados oficiales de
los tercios viejos de Lombardía y de Sicilia con una mochila de experiencia y aura de imbatibilidad. Copados entre los ríos Ems y Dollar
su única ventaja estribaba en el control de un puente muy ancho que
permitía un rápido traspaso de la tropa en el caso de ponerse las cosas
feas.
Y así fue. Nassau, un engreído de bonito
uniforme pero de valor cuestionable, quedó acorralado a la entrada de
Jemmingen en su fachada del lado alemán. En principio la batalla tenía
una dudosa salida para ambos bandos, pues los tercios no se podían
desplegar de manera eficaz para poder demostrar toda su potencialidad.
En uno de los contraataques, Romero seria rebasado pidiendo este ayuda al Duque de Alba. Tras
serle negados los refuerzos en primera instancia y obligados a
retroceder, el ejército rebelde saldría de su madriguera con todo su
grueso, y solo en ese crucial momento, el estratega que era el Duque de
Alba revelaría sus cartas y verdaderas intenciones. La totalidad del
ejército imperial se lanzó sobre los rebeldes como una horda cayendo en
ese crucial día más de 7.000 desgraciados entre las tropas de Nassau. Los protestantes y sus intereses no estaban de suerte. Su sueño, era volver a los vastos espacios castellanos para descansar de tanto griterío infernal
A
pesar de que las batallas por tierra se contaban por victorias y de que
Felipe II flexibilizaría su actitud para con los correosos holandeses y
zelandeses la debilidad de la hacienda imperial condenaba y
condicionaba una solución pacífica de tal manera que cuando entró en
escena Requesens, mano derecha de Don Juan de Austria en Lepanto y hermanastro de Felipe II,
las cosas se habían puesto más que difíciles. No obstante, antes de
partir hacia Bruselas, se publicó una amnistía general y se abolió el
Tribunal de Tumultos, todo un símbolo de la omnipotente represión
española. Pero este cambio de estrategia de la Monarquía hispánica
fue interpretado como un símbolo de flaqueza y Requesens en el otoño de
1573 hubo que recurrir nuevamente a soluciones extremas para imponer el
orden ante los subidos insurrectos.
Defensa de las tropas españolas
Lamentablemente, tras iniciarse de nuevo las hostilidades, aquella
dinámica ofensiva que a punto estuvo de derrotar plenamente a los
levantiscos protestantes holandeses, ya que estaban literalmente contra
las cuerdas, fue detenida por un amotinamiento en toda regla tras la batalla de Mook en las inmediaciones del Mosa. Aunque en aquel lance Guillermo de Orange perdería
a dos de sus hermanos, las ventajas militares obtenidas se evaporaron a
la velocidad de la luz, tras lo ocurrido en la batalla. Ya cerca de
Zelanda en el extremo norte de los Países Bajos, un motín generalizado
entre la tropa imperial a causa del retraso en las pagas, dio al traste
con lo que podría haber sido el final de la guerra. Para más inri,
Requesens, producto de una hornada de enormes militares en la época,
seria alcanzado por la peste falleciendo en Bruselas el 5 de marzo de
1576.
Hacia noviembre de 1576,
Julián Romero en medio de aquel caos, de la guerra y la rebelión
interna, tuvo que acudir a Amberes junto a 600 soldados en defensa de
las tropas españolas sitiadas por los crecidos rebeldes. Tras romper el
cerco y vencer a unos bisoños soldados de las Provincias Unidas,
lamentablemente, no se pudo evitar la masacre y famoso saqueo de Amberes
con su secuela de mortandad y terribles periferias de horror. Lo que en
apariencia se había convertido en un conflicto entre la Monarquía
española y sus opositores religiosos, acabaría en una guerra civil en
toda regla. De aquel monumental error estratégico por parte española
(deuda permanente, pobreza interior lacerante, recursos dilapidados,
etc.) nacerían con el tiempo nuevos países. Luxemburgo, Bélgica y Holanda. Aunque Don Juan de Austria
tras el fracaso del famoso Edicto Perpetuo que parecía haber
finiquitado las hostilidades, plantearía la vuelta de los tercios hacia
1577, habría un hombre con el que ya no podría contar. Julián Romero, ya peinaba canas
y muchas mutilaciones sufridas a consecuencia de los innumerables
cuerpo a cuerpo a los que se tuvo que enfrentar siempre en primera línea
(perdida de una pierna, un ojo y un brazo), moriría en Italia
cuando trasmitía los conocimientos militares a una nueva hornada de
jóvenes ávidos de experiencias límite. Su sueño, era volver a los vastos
espacios castellanos para descansar de tanto griterío infernal, pero no
pudo ser. Julián Romero, una biografía descomunal en un mundo
incendiado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario