El año está lleno de celebraciones y fiestas sagradas (aunque cada
vez son menos sagradas), y la temporada navideña es la que está más
llena de todas. Muy pronto estaremos —si no lo estamos ya— deseándonos
unos a otros “Feliz Navidad”, “Bon Nadal”, “Bo Nadal” o “Eguberri on”.
Pero antes llega el solsticio de invierno, el fenómeno astronómico que marca el día más corto y la noche más larga del año.
Sin embargo, el solsticio de invierno sigue cambiando de día. Puede
caer en cualquier punto entre el 20 y el 22 de diciembre, dependiendo
del huso horario. No es frecuente que caiga el 22 de diciembre: el
último fue en 1975 y no se repetirá hasta 2203. El de este año se
producirá para el centro de España exactamente el 21 de diciembre, a las
17.28.
Todavía debería sorprendernos cómo se bambolea nuestro mundo. El
planeta gira inclinándose sobre su eje como una peonza y, por tanto,
rodea el Sol, situado en un ángulo que determina cuánta luz recibe cada
parte del planeta en un momento dado. El mundo no solo da vueltas: su
forma se altera ligeramente y su eje se mueve, un proceso denominado nutación, que quiere decir “cabeceo”. La inclinación de la Tierra y los efectos de su rotación diaria
hacen que los dos puntos del cielo a los que apuntan los extremos
opuestos del eje varíen muy despacio, en un círculo que se completa cada
26.000 años. A medida que la Tierra recorre su órbita, en el plazo de
medio año, el hemisferio polar más alejado del Sol y que por tanto está
en invierno se inclina hacia él y entra en el verano.
Aunque el solsticio no dura más que un instante, en algunas culturas
lo consideran la mitad del invierno y en otras, en cambio, su principio.
La mayoría de nosotros sabe todo esto, pero el paso de las estaciones
sigue teniendo algo de sobrenatural.
Desde siempre, los solsticios han provocado un extraordinario abanico
de reacciones: ritos de fecundidad, fiestas del fuego, ruedas
ardientes, ofrendas a los dioses. Solsticio procede de las palabras
latinas sol y sistere, “detenerse”. Muchas costumbres invernales de Europa Occidental proceden de los antiguos romanos, que creían que el dios de las cosechas, Saturno, había gobernado la Tierra en una época anterior. Por eso celebraban el solsticio de invierno
—y su promesa de la vuelta del verano— con las Saturnales, unas grandes
fiestas llenas de regalos, intercambio de papeles (los esclavos
reprendían a sus amos) y festividades públicas entre el 17 y el 24 de
diciembre.
Los romanos no tenían claro cuándo celebrar el
solsticio de invierno. Julio César decretó que el día más corto era el
25 de diciembre
La transición del Imperio Romano y sus rituales paganos al
cristianismo se prolongó durante varios siglos y culminó en el gran
triunfo militar de Constantino en el año 312. Él volvió a unir el
imperio y puso fin a medio siglo de guerra civil. Constantino atribuyó
su victoria al dios cristiano y promulgó unas leyes que promovían el
cristianismo. Así que se apropió de muchas costumbres paganas para
modificarlas, de forma que el Sol y el Hijo de Dios quedaron
indisolublemente unidos en la cabeza de la gente.
Aunque el Nuevo Testamento no ofrece ningún indicio de la verdadera
fecha en la que nació Jesús (los primeros autores hablan más bien de
primavera), en el año 354 Liberio, obispo de Roma, la fijó en el 25 de
diciembre. En todos los países cristianos, la Navidad absorbió gradualmente todos los demás ritos del solsticio de invierno,
de modo que, por ejemplo, los discos solares que antiguamente se
pintaban tras las cabezas de los gobernantes en Asia pasaron a ser los
halos de las figuras cristianas; la Misa del Gallo española, la misa de
medianoche, se llama así porque se supone que cantó un gallo la noche
que nació Jesús. Hasta entonces, los gallos se relacionaban con el sol,
porque más bien cantan antes del amanecer. Pero la tradición cristiana
los incluyó en el relato de san Pedro y su triple negación de Cristo
antes de que el gallo cantara tres veces, y acabaron simbolizando al
pecador que acepta el perdón divino a través de Jesucristo.
Durante mucho tiempo, a las festividades se les asignaba una fecha
aleatoria. Los romanos no tenían claro cuándo celebrar el solsticio de
invierno. Julio César decretó oficialmente que el día más corto del año
era el 25 de diciembre. En el siglo I después de Cristo, Plinio lo situó
en el 26, y su contemporáneo Lucio Columela, experto en agricultura,
escogió el 23. En el año 567, el Concilio de Tours proclamó que todo el
periodo desde Navidad hasta la fiesta de la Epifanía debía ser un mismo
ciclo, y en el siglo VII estaba ya vigente el periodo de 12 días de paz,
vida hogareña, fiestas y espíritu caritativo.
Fuente:https://elpais.com/
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