En aquellos tiempos en que un pueblo era un pequeño universo, un mundo casi cerrado, y sus gentes contenían toda la humanidad, en la calle convivían niños con mayores. Los ancianos, en la solana o bajo el olmo, tomaban el sol o la sombra dependiendo de la estación del año y los niños y los perros se arrimaban a ellos con el ánimo de oír palabras antiguas. Los más jóvenes iban en pos de los mayores, a ver si se les pegaba algo. Los mozos usaban a los chicos de diana de sus bromas y a veces de sus crueldades.
Los muchachos que ya habían entrado en la fase de florescencia y maduración engatusaban a los que todavía no habían perdido la inocencia. Éstos, sin saber exactamente en qué consistía, ansiaban llegar a la cumbre de la virilidad. Estaban dispuestos a probar el remedio fácil del que les hablaban los veteranos para acceder cuanto antes. Había una hierba, común y cercana, que, al troncharse, segregaba un jugo muy parecido al que ellos querían segregar como si fuesen también una vulgar lechiterna. Les hacían restregarse en el glande infantil una buena rociada. No se tardaba mucho en que el burlado se empezara a quejar amargamente. Al fin y al campo el látex de las hierbas existe no para adelantar la madurez sexual de los chavales, sino para ahuyentar a los comedores de hierbas. Los conocimientos botánicos del afectado quizás no pasaran nunca de ahí, pero seguro que a esta especie de la flora local no la iba a olvidar mientras viviera.
No es extraño que aparecieran sinónimos locales de la lechiterna tan expresivos como “untapijas” o “pichoga”.

La lechiterna está repleta de ese zumo blanco como la leche, altamente irritante y caústico. El ganado lo sabe y la evita. Tan agresiva la consideraba Dioscórides que dejó bien claro cómo había que extremar las precauciones para manipularla, protegiendo, incluso, las partes pudendas: “Mientras se coge el licor o leche de aquesta planta, no conviene tener el viento de cara, ni tocar con las manos los ojos; sino antes que comience a cogerle cada uno debe con alguna enjundia o con aceite mezclado con vino untarse el cuerpo y principalmente el rostro, el cuello y la bolsa de los testigos” (1).
Con unas pocas gotas de látex se quitaban en la Serranía las verrugas y se provocaba la caída de las muelas carcomientas de caries.
En Valdemoro de la Sierra y Tejadillos se pescaba de forma parecida a la que ya nos informaba Andrés de Laguna en el siglo XVI: “Con cualquiera de las dichas especies (de lechiternas) majada y envuelta con harina y echada en los estanques, lagos o ríos, de tal suerte se emborrachan, aturden y amodorrean los peces, que se vienen el vientre arriba por encima del agua todos amortecidos, de modo que los pueden tomar a manos y, como dicen, a bragas enjutas. La cual manera de pescar por ser muy perjudicial es defendida debajo de capitales penas.”
Font Quer nos extrae de un libro francés de farmacopea una curiosa precisión: “si arrancáis las hojas tirando de ellas para abajo, obran como purgantes; pero si las estiráis hacia arriba provocan a vómito”. No pienso que el botánico y boticario catalán le diera crédito, pero como muestra de literatura mágica no está mal (2).

Si, en el campo o en el monte, algunos de nuestros paisanos sentían sed y no tenían a mano más que algún manantial dudoso o las charcas que las lluvias formaban, recurrían a la lechiterna, a pesar de la toxicidad, como método depurador. Agregaban unas gotas a la superficie del agua y todos los elementos extraños se desplazaban rápidamente a las márgenes. Así se eliminaban también los bichejos indeseados. En ese espacio despejado se podía beber o tomar agua limpia. Así lo data Fajardo en Cañizares y Huélamo, y Piñas Amor en Fuertescusa.
El látex de la lechiterna servía, según el doctor Laguna, de tinta simpática. Al secarse, las letras escritas con él desaparecen. Luego, echándole carbón o ceniza, vuelven a aparecer. Así se cartean, añade el médico segoviano, los amantes secretos y, en sus maniobras políticas, los príncipes.
Lechiterna llamamos por aquí a unas cuantas especies del género Euphorbia, reconocidas como tales por los botánicos. Tienen tantas similitudes entre sí y son, por otra parte, tan extrañas a las demás hierbas que todas nos parecen la misma.
Los tallos divergen a ras del suelo, desde las raíces, por lo que da la sensación que son tallos independientes, solitarios o agrupados en manojos. Adoptan variados matices de verdes, encarnados o azafranados, frecuentemente desnudos por abajo, sin hojas, quedando marcadas, a veces, las cicatrices de las que cayeron.

Las lechiternas son hierbas sólidas y perdurables. Sus flores carecen de pétalos delicados y efímeros. Muestran una extraña arquitectura artificiosa. Tan especiales que se han merecido un nombre exclusivo: “ciatios”.
El ciatio es una flor que no lo parece. Ahí están presentes, sin embargo, los órganos sexuales masculinos y femeninos. Los primeros apenas se ven. Lo que realmente destaca sobre rosetas de hojas coloreadas son unos globillos normalmente colganderos y cuatro o cinco placas brillantes rodeándolos. Las pequeñas bolas son los ovarios y exhiben tres abultamientos. Se transformarán en un fruto con tres semillas que al secarse estalla y las disemina. Las placas que lo rodean son los nectarios, normalmente con tonos o colores más fuertes y llamativos. Los nectarios, glándulas que segregan un zumo azucarado, son un gran invento de atracción para los golosos. Ya que no hay pétalos, son ellos y las hojas coloreadas que adornan la base de los ciatios los reclamos visuales para los insectos polinizadores.
Los ciatios se agrupan en mayor o menor número en ramilletes en la parte alta de los tallos, distribuidos por grupillos que parten de un mismo punto como las varillas de un paraguas.

Una euforbia de floristería muy conocida por todos gracias a esas hojas florales de un rojo intenso es la familiar Flor de Pascua (Euphorbia pulcherrima). Acostumbrados a verla en macetas pocos saben que se trata de un arbolillo de hasta 4 metros de altura procedente de México y Guatemala.
Entre las lechiternas conquenses, las más corrientes son la Euphorbia heliotropia, la E. nicaeensis y la E. serrata. Hay una cuarta, la lechiterna macho, Euphorbia characias, algo más localizada pero también muy abundante en determinados parajes como en la Hoz de Valera. Aquí, al final del invierno, dota al paisaje de un verdor y aspecto subtropical muy hermoso en medio de la monotonía cromática. Esta especie es óptima para un jardín que no necesite riego. Es grande, hermosa, resistente y autóctona. Se propaga con facilidad. Ella misma lanza las semillas a buena distancia para colonizar nuevos espacios. Se la considera una planta protectora en muchos lugares. En regiones del Mediterráneo oriental se llevaba un tallo a la casa donde había nacido un niño para ahuyentarle todos los males.

La E. helioscopia nace todos los años de semilla. Las otras tres son perennes y tienen una cepa o rizoma leñosos. Todas requieren sol y terrenos despejados. La E. helioscopia y la E. serrata forman parte de herbazales nitrificados en cunetas, ribazos, añojales y yermos. Y la E. nicaeensis y la E. characias de pastizales secos y monte bajo. Todas estaban beneficiadas de alguna manera por el pastoreo. La E. characias es la que exhibe un conjunto floral más espectacular con sus grandes ramos en los que resaltan sus llamativos nectarios de un color variable desde el rojo oscuro al negro.
Pues si aquí nuestras lechiternas son muy similares, todas ellas hierbas, anuales o perennes, en regiones tropicales y subtropicales del mundo, dentro del mismo género Euphorbia, nos encontraríamos infinidad de formas y tamaños de cactus, arbustos y árboles, conservando, eso sí, particularidades compartidas con las especies ibéricas. Una aventura interesante es familiarizarse con éstas y luego viajar a Canarias para conocer a sus hermanas gigantes las tabaibas y los cardones. Observar el mismo látex, el mismo tipo de ovarios esféricos colgantes, los nectarios coloreados y otras similitudes familiares en envergaduras y fisonomías tan distintas es emocionante. Los linajes botánicos se suelen apreciar normalmente más en las flores y en los frutos que en otros órganos exteriores de las plantas.

Algunas de nuestras lechiternas se han extendido por zonas de clima templado de otros continentes y otras nos han llegado de fuera a nosotros. El tártago, Euphorbia lathyris, es una lechiterna posiblemente oriunda de India o África. Se introdujo como ornamental y como cultivo para la extracción a partir de sus semillas de un aceite industrial. Conocemos un caso sorprendente de intoxicación de esta planta. En 1979, 28 alumnas de entre 7 y 11 años se entretuvieron durante el recreo comiendo semillas de tártago que crecía en el patio de un colegio de religiosas en Granada. En el informe médico se describen los desagradables y alarmantes síntomas, de mayor o menor intensidad según la cantidad ingerida, hasta el punto de tener que ser ingresadas y tratadas (3). ¿No estaría al alcance de aquellas pobres niñas el echarse a la boca mejores golosinas que las simientes indigestas y desabridas de una lechiterna?
(1) Testículo es un diminutivo de testigo, ambos procedentes del mismo término latino. El testículo, según Joan Corominas, es el “testigo de la virilidad”.
(2) Esto lo tomó el autor de Ed. Edmont, en Rolland, tomo IX, pág. 232.
(3) -Intoxicación múltiple por Euphorbia lathyris. Doctor Ayudarte Manzano. But. Soc. Cat. Pediat., 39:497, 1979. https://webs.academia.cat/revistes_elect/view_document.php?tpd=2&i=2933
Fuente: losojos.es
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